Es la segunda vez que entro en el Cemberlitas Hamami. Desde fuera no parece ser más que otra tienda más de souvenirs, o alguna tienda de esos objetos que solamente compran los habitantes flotantes de esta ciudad. Un taxista me dijo que en Estambul entran cada día más de cinco millones de personas, creo que exageró pero si estoy seguro de que por lo menos cientos de miles si que es una realidad. Estos objetos que desentonan en una ciudad occidental, en una ciudad de los países acomodados y si, ricos, por qué no decirlo, pero que aquí abundan por doquier.
Recordaba eso, su poca personalidad por fuera. Rodeado de mezquitas impresionantes, vestigios de épocas remotas: romanos, egipcios, griegos, bizantinos; del apabullante Gran Bazar -Kapalicarsi en turco- que devora a miles de personas día a día. Este baño turco pasa totalmente desapercibido de su entorno.
A priori, pensaba que sería como uno de esos "baños turcos" que muchos hemos visitado en nuestros países. Un lugar en donde un grupo de personas se encierran en un cuarto con suelos y bancos de madera y en el que, por medio de mecanismos desconocidos, el vapor es la atmósfera predominante. En él el calor es asfixiante y por lo menos yo, me tengo que salir pasados tres minutos desde el momento de mi entrada debido a la sensación de que mis pulmones se van a cocinar al vapor y que solamente me queda un hálito de vida que me permite escapar y salvarme. El Haman no es eso.
Cuando entras la primera vez lo haces tímidamente, después de aclararte de la maraña de precios y combinaciones de servicios que se ofertan en el cartel de la entrada. Finalmente decido que no quiero toda esa parafernalia de servicios que se ofrecen, que además arruinarán a corto plazo mi economía y elijo la versión más básica: solo baño, solo piedra y agua.
Como un niño que va por primera vez a clase, entro a la sala principal, allí donde, como buenos musulmanes, separan a las mujeres de los hombres. Reflexiono y pienso que en algunos casos es una idea excelente: un poco de relax y una separación temporal sienta muy bien a cualquier pareja, independientemente de los lazos que les unen, aliviando el estrés derivado de la convivencia continuada las veinticuatro horas al día que un viaje de este tipo conlleva.
De entrada la duda se apodera de mi y pienso si mis pertenencias estarán a salvo; Es sabido que el turista tiene como regla principal el no separarse de su mochila y por lo tanto de sus pertenencias más preciadas -la billetera, el pasaporte, el reloj y las gafas- pero como no me queda más remedio, tuve que fiarme del individuo que te da una llave y te conduce a un habitáculo reducido que como mobiliario no cuenta más que con un camastro cubierto por una toalla, una mesilla y una percha y donde has de desprenderte de todas tus ropas y pertenencias, además de tus escrúpulos, y calzar unas chanclas que -es verdad- parecen recién salidas de las estanterías de Carrefour.
Antes de entrar en el habitáculo el individuo antes mencionado me da una toalla de algodón con franjas de color rosado y me dice en un rudimentario inglés, que he de despojarme de todo, DE TODO, y llevar solamente una toalla atada a la cintura. A más de uno esto le creará un repentino ataque de inseguridad: ¿Me quedaré desnudo? ¿Encontraré mis bienes y mi ropa intactos a mi vuelta? Pasado ese lapsus y como la decisión ya la han tomado por ti, sigues las instrucciones y bajas otra vez a adentrarte en lo desconocido.
Pasando a otro cuarto encuentro a varios hombres que visten igual que yo pero con un desparpajo envidiable: son los masajistas. Están hablando entre ellos y doblando toallas a montones, como si de un puesto del Gran Bazar se tratara. Me indican con el dedo una puerta de madera y cuando la empujo siento su enorme peso y una humedad intensa en la madera.
Traspasada la última barrera me encuentro con un espacio grande, no enorme, pero si mayor de lo que me esperaba de acuerdo con lo que había visto en la fachada y las habitaciones que le preceden. A partir de aquí aparto mi mirada racional e intento sumergirme en las sensaciones.
Esa enorme cúpula que deja pasar los rayos de luz a través de decenas de agujeros, se convierte en un enorme gineceo que me envuelve. Debajo de la cúpula está esa enorme superficie octogonal: la piedra. Me poso en ella y se convierte entonces en una enorme placenta que me alimentará a lo largo de toda mi experiencia sensorial, que me transporta a mis orígenes primigenios.A aquel sitio húmedo, caliente y obscuro que me albergó cuando solo era un cigoto y que acabó expulsándome cuando mi tamaño excedió la capacidad elástica de esos músculos que me rodeaban. Y tuve que salir de ese confort, a ese otro mundo sin agua, sin oscuridad, sin calor y despegándome de esa placenta que me mantenía unido y alimentado, que me proporcionaba todo lo que necesitaba.
Aquí creí reconocer esas sensaciones. Me abandoné a ellas. Los primeros minutos fueron de adaptación; el calor intenso de la piedra, alimentado por leña en sus entrañas, traspasó mi cuerpo y lo convirtió en agua. Sentí mi piel abrirse como una fuente que manaba agua que se confundía con el ambiente, como si estuviera sumergido en el líquido amniótico que me rodeó en el vientre de mi madre, haciendo mi cuerpo flotar en esa intensa humedad.
Empecé a moverme: Levanté los brazos extendiendo mis manos en dirección a la cúpula. Las palmas de mis manos parecían hechas de una telaraña cubierta de rocío. Miles de reflejos destellaban en ellas, pequeñas gotas de agua se instalaban en los pequeños surcos de mi piel y danzaban al ritmo de la luz que se reflejaba en ellas. Mis brazos y el dorso de mis manos parecían la piel de un camaleón, otras miles de gotitas de agua daban una textura que de vez en cuando se venía abajo como si de un alud se tratara.
En ese momento mi cuerpo destellaba en un S.O.S, sentí que mi temperatura aumentaba y me levanté a refrescarme un poco. Alrededor de la piedra, como señalando los puntos cardinales, se hallaban cuatro habitáculos cuya entrada era una enorme losa de mármol labrada con detalles florales y rematados en su parte superior con unas ménsulas que les hacían parecer como la fachada de una fuente. Dentro había tres pequeños senos que tenían dos grifos cada uno, uno para el agua caliente y otro para la fría. La temperatura de mi cuerpo exigía un tratamiento de choque, así que opté por el agua fría y con un pequeño cuenco metálico, igual que los estaban en la piedra para apoyar la cabeza, refresqué primero la cabeza, que empezaba a perderse, después mi cuerpo entero. La primera tanda de cuencos de agua fueron como un salvavidas para un náufrago; mis sentidos se despertaban otra vez y mi cuerpo recuperó la temperatura normal. No por mucho tiempo pues a los pocos segundos de haberme refrescado, volví a sentir como miles de gotitas de agua se pegaban a mi cuerpo como si de un imán se tratara. Volví a la piedra, esta vez me coloqué en el centro y comencé a mirar hacia la cúpula. En el centro de esta había una mortecina bombilla que iluminaba tenuemente toda la estancia.
Seducido por la luz, me rendí a la experiencia de sentir mi cuerpo por partes. Primero apoyé sobre la piedra las plantas de los pies y las palmas de las manos, después me di la vuelta y boca abajo contemplé a otros bañistas que en ese momento eran frotados, azotados y "suavemente" golpeados por los masajistas que con el guante de crin unas veces y otras con un saco de tela que se adivinaba muy delgada, trabajaban sobre su cuerpo afanándose en compensar el intenso calor con la frescura de la espuma que creaban aireando la tela, cerrando el saco, y formando así, una nube blanca de espuma que esparcían por todo el cuerpo para que, de esa manera, recuperaran su presteza y brío perdidos tras vivir la sufrida condición de ser un turista.
Hay que decir que estos turistas, siendo primerizos, no cayeron en la cuenta de que después de ese tratamiento serían invitados cordialmente a dejar el Haman para que otros turistas ocupen su lugar. De tal forma abandonaban el mismo, con una expresión en la que se notaba que aquella experiencia se antojaba corta y que les hubiese gustado permanecer en ella más tiempo. Pero la implacable "cortesía" de los masajistas y ese miedo inconsciente e inseguridad que da el enfrentarse a personas que dominan la situación y que se encuentran en su terreno, les hacía agachar la cabeza y dirigirse irremediablemente a la puerta de salida.
Volviendo a lo mío repetí la experiencia de llegar a tope en la temperatura de mi cuerpo para luego recibir unos cuantos cuencos de agua fría que me volvieran a posar en la placenta que alimentaba mil delirios, que no pienso contar aquí.
En eso estaba hasta que mi hijo, que por lo visto permanecía más lúcido que yo, me despertó de mi letargo y volviéndome a mi condición de turista me advirtió que el tiempo había pasado y que ya llevábamos media hora de retraso. Había que abandonar el gineceo, enfrentarse al renacimiento y salir a esa vida. Así cruzamos esa puerta de madera que como húmeda vagina nos expulsó al tórrido calor estambulí, no sin sentir nuestra visita al Hamami Cemberlitas como una experiencia que deseamos repetir.